ELVIRA LINDO OPINIÓN
Urdangarin por entregas
ELVIRA LINDO 18/12/2011
Si lo
sabía yo, es que lo sabía todo el mundo. Ahora me doy cuenta de que ha sido un
comentario recurrente desde hace por lo menos cinco años, pero mi memoria ha
perdido las caras de quienes lo soltaban en una cena o en los corrillos finales
de algún acto. Recuerdo, sí, que jamás quise dar demasiado crédito al chisme,
por estar ya escaldada de la España maledicente que no para de inventar
romances lésbicos, enfermedades que han de desembocar en la muerte, que se
relame sacando a políticos del armario, metiendo a un ministro en la cama de un
torero y a una presentadora deportiva en la cama de una ministra. Así que tengo
por costumbre no creerme nada hasta que lo cuenta la prensa, eso sí, cuando la
cosa ha dejado de ser secreto de sumario (tampoco me gusta que me desvelen
secretos de sumario). Pero es lógico que, en estos días, entregada como estoy a
esta novela por entregas que están siendo las aventuras empresariales de Urdangarin, vuelvan de pronto a mi memoria todos
aquellos momentos en que escuché que más que trasladarse a Washington, al duque
lo habían trasladado, para ver si se cumplía aquello de que la distancia es el
olvido y se perdía en la maraña del tiempo aquel estilo suyo de hacer negocios
que le había enriquecido, a ojos de cualquiera, demasiado rápido. Si lo sabía
yo, es que lo sabía todo el mundo. Pero la justicia en España camina a paso
paquidérmico. Es lenta para concederle la libertad a un pobre preso como Miguel Montes, que ha malgastado su vida en la
cárcel. Es cauta si se trata de imputar a un hombre cuyo futuro va a afectar,
lo reconozca o no la casa del Rey, a la imagen que tengan los ciudadanos de la
monarquía. Que tire la primera piedra aquel lector que no tenga un urdangarin en la familia, un hijo, un yerno, un
padre, un hermano, un cuñado que nos tenga con el alma en vilo porque no veamos
claros sus movimientos vitales. Urdangarines los ha habido siempre, más aun en la
recién clausurada época de despilfarro, pelotazo y saqueo del dinero público.
Pero la propia naturaleza de la familia Real no les permite la tolerancia, tan
humana en las familias plebeyas, con las ovejas negras. Si quiere seguir siendo
Real dicha familia ha de sacrificar al descarriado. Es más, cabe preguntarse
cómo no funcionó ese necesario detector de urdangarines con el que debiera contar cualquier
familia real si es que no desean que tras un escándalo los ciudadanos, antes
súbditos, hagan una enmienda a la totalidad de la institución. Esta fascinante
historia que debería publicarse en fascículos está cargada de porqués que la
hacen tan opaca como misteriosa. ¿Por qué no se puso remedio a tiempo? ¿Por qué
una mujer, la infanta, a la que se supone inculcaron desde niña el deber de
servicio al Estado, no quiso ver que su marido se aprovechaba de su recién
adquirido rango para obtener dinero a cambio de estudios inútiles y redactados
con lenguaje gaseoso? Los medios de comunicación, siempre tan perspicaces,
diseccionaron y analizaron cada supuesto fallo de Letizia: sus orígenes, su pasado, su
preparación intelectual, su abuelo, su carácter, sus huesos, su masa muscular,
sus tensiones emocionales, el complicado encaje en la familia, su supuesta mala
relación con el Rey, sus piques con las Infantas. Y mientras esta hija de la
clase media, exprofesional del periodismo y obsesiva en el cumplimiento de su
nueva tarea, trataba de hacerlo lo mejor posible y granjearse algún comentario
ligeramente positivo de la prensa, los cuñados se libraban de la mirada
acusadora de los llamados expertos de la cosa real. Uno iba envuelto en fulares
y se arrimaba al fascinante mundo de la pasarela y las natiabascales; el otro, menos folclórico y más
ambicioso, hacía negocios con los políticos autonómicos. El Marichalar de cera fue retirado del cuadro
familiar, se le tuvo indultado un tiempo entre toreros y, finalmente,
desapareció. El Urdangarin de cera convive ahora con las glorias deportivas y
ya veremos si dentro de un tiempo, según sea o no imputado, se le manda al
sótano o se le funde. Desconozco el destino final de los defenestrados. De
cualquier manera, ni la Casa Real debiera interpretar que la transparencia de
sus cuentas es una concesión, ni tampoco tratar de convencernos de que estas
nuevas decisiones están desvinculadas del caso Urdangarin. La crítica y la
ironía han de fluir con naturalidad cuando expresemos opiniones sobre la
monarquía. Tanto como para poder decir que la foto de una Reina sonriente junto
al yerno en Washington puede interpretarse como que, en ocasiones, la familia
real está mal asesorada; que la revista ¡Hola! le hizo un flaco favor, y que debiera
haber sabido hacer compatible el legítimo apoyo a una hija con su obligación de
no herir a una ciudadanía harta de urdangarinadas. Dejando a un lado que a quien más pueden
perjudicar los discutibles métodos de su yerno para enriquecerse es al príncipe Felipe, a quien toca convencer a diario a los
españoles de que su presencia es beneficiosa. Qué sarcasmo. Tanto hablar de
Letizia y, hasta la presente, ha sido la que ha aprendido más rápido a
desempeñar el extraño y nada envidiable papel de princesa. Tiene algo que la
distingue, sin duda, de las infantas: eligió mejor al marido.

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