viernes, 4 de marzo de 2011

PROTESTA POPULAR ¿Y DESPUÉS?

La primera protesta popular entre los árabes norafricanos estalló en Túnez, enero 14. Por primera vez, un dictador árabe, Ben Ali, perdía el poder, a impulsos de una rebelión que parecía espontánea, perseverante y pacífica. Pero con el déspota no cayeron personajes que con él gobernaban: sin él, prometieron reformas. Y elecciones libres. Pero ¿cuándo, y cómo? Si las hubiere, los rebeldes carecen de partidos para convocar a los ciudadanos con programas concretos y ganar el poder por el voto: el único movimiento opositor organizado lo forman los islamistas. El último fin de semana de febrero, 50.000 tunecinos se manifiestan contra el gobierno interino, acusando al primer ministro Gamuchi, un tecnócrata de exquisitos modales, de extender el régimen de Ben Ali. Gamuchi dimite. ¿Hasta dónde llegarán los cambios en Túnez? ¿Mantendrán el régimen o abrirán, tarde o temprano, el camino hacia una apertura democrática?

El caso tunecino fue percibido por muchos según la vieja metáfora del dominó, lanzada por el Consejo de Seguridad de EEUU en 1950, divulgada por el Presidente Eisenhower y basada en una interdependencia de estados vecinos afectados por crisis internas similares: el colapso de un estado, pretendía, llevará al colapso progresivo de sus vecinos. Invocando o no esta metáfora, pretendieron muchos que la caída de Ben Alí sería seguida por otras, de los déspotas vecinos. Y esta vez, muy pronto, la metáfora pareció aplicable. La segunda ficha fue, de inmediato y sorprendentemente, la más grande y potente de Oriente Próximo: Egipto, gobernada hacía tres décadas por Mubarak. Multitudes heterogéneas pero tremendamente perseverantes y disciplinadas comenzaron a reunirse día a día en la Plaza de la Liberación. “Resistimos”, decían, “no nos vamos a marchar”. Al cabo de l2 días, Mubarak renunció a la presidencia del partido en el poder, pero la multitudinaria protesta seguía. “No puedo irme de Egipto ahora. Reinaría el caos”, alertaba Mubarak. Pero su propio entorno militar lo hizo caer, y a fines de febrero le prohibió y prohibió a su familia salir del país. Tampoco en este caso la caída del número uno alcanzó para cambiar el régimen. Los egipcios rebeldes siguen gritando sus demandas por el cambio y contra el desempleo. Sin contar todavía con partidos y programas organizados: sólo los Hermanos Islámicos disponen de estructuras para ganar el poder. El estado de emergencia, impuesto durante treinta años. se mantiene. Y sigue abierta una pregunta clave, que se repetirá en otros países a medida que van cayéndose otras piezas del dominó: la caída del dictador ¿arrastra consigo la de sus cómplices militares y civiles? ¿Qué actores, programas, recursos y apoyos hacen falta para abrir tarde o temprano la transición democrática?

Pero no hay tregua en Cercano Oriente. La protesta mayor estalló en Libia contra Gadafi; otras, menores, en Argelia, Marruecos y otros estados. Con sus cuatro décadas en el poder, el histriónico Gadafi había sabido saltar, gracias al petróleo, de la agresión impune a la coexistencia pacífica con sus vecinos europeos. Parecía mantener un poder absoluto. Pero ahora los rebeldes no sólo piden su renuncia sino que van ocupando territorios del Este, inician el sitio de Trípoli, y, con importantes miembros del aparato gubernamental, crean un Consejo Nacional que se encargará del “proceso de transición” una vez depuesto Gadafi bajo la presión internacional montada por EEUU y la ONU. Los rebeldes consolidan sus avances en el Este y –giro radical- se ven reforzados por desertores del Ejército y del Gobierno, mientras Gadafi mantiene todavía Trípoli, su base de poder tradicional, moviliza sus mercenarios, aumenta la matanza de los rebeldes y esgrime tres argumentos básicos ante la UE: el petróleo encareciéndose, la permanencia de las empresas europeas y su denuncia de Al Qaeda y Bin Laden como supuestos inductores de la rebelión, convergente con la advertencia de su amigo Berlusconi acerca del “peligro fundamentalista” que los rebeldes representarían.

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